sábado, 27 de junio de 2015

27.06/21pm

Bajo la tierra.
 Lluvia torrencial. 
El vagón es viejo y sombrío.
 Me acomodé y dejé que el sonido podrido de las ruedas retumbe en mi cerebro, un rato, sin pausa. 

Destino. 

Él estaba sentado contra una pared, vaya uno a saber en qué vida se encontraba. 
Y esa vida que nadie sabe y que nadie puede ver, me sembró una duda de vivencia, existencia y densidad. 
Su piel negra, moribunda, con destellos fríos: lo primero que vi. 
El trapo negro cubriendo perfectamente su espalda y la cabeza, prolijo, cómo si su madre lo hubiese tapado para no pasar frío. 
Posición de indio, un tarrito al lado de sus pies. Adentro del tarrito un pedazo de palo santo finito y apagado. 
Sus manos juntas, haciendo el gesto de rezo.
 Ningún movimiento. 
Sólo, quieto, frío, en otra dimensión. 
El tiempo parece pasar en frente de su existencia, y una burbuja parece dibujarse a su alrededor.  
Por un instante me cuelo en su mente. 
La primer palabra que se me cruza: Nirvana. Estado supremo de felicidad plena que alcanza el alma y que consiste en la incorporación del individuo a la esencia divina y ausencia total de dolor y deseos. 
Una especie de Siddhartha callejero perdido en medio de la cuidad de la furia, precisamente, sumergido en las profundidades de la tierra. 
Lo fotografío perfectamente, detalle por detalle con mi máxima visión. 
Sigo camino. 
Un sabor amargo me recorre. 
Me quedo con una magnífica pregunta instalada: Si él está viviendo en el mismo plano que todos los que nos detenemos a apreciar su inevitable e invisible existencia... 


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